Homilía del Asesor de la Orden en la Basílica de San Juan de Letrán
Nos llena de emoción, estimados Caballeros y Damas, acoger la Palabra del Señor proclamada hoy para nosotros en esta basílica de San Juan de Letrán, madre de todas las iglesias del mundo, catedral de Roma y sede de la cátedra del sucesor del apóstol Pedro, el papa León XIV, quien nos recibirá en audiencia este jueves.
San Mateo nos relata que Jesús, durante su viaje, se detuvo en la «región de Cesarea de Filipo», al norte de Galilea, cerca de las fuentes del Jordán. Allí predicó, realizó milagros y fue seguido por multitudes a las que alimentó multiplicando unos pocos panes. Entonces, deseaba saber qué pensaban de Él.
«Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? […] Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
La primera pregunta —«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»— es sencilla, pues se trata de expresar lo que piensan los demás: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». La segunda, en cambio, compromete de manera personal a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Jesús interroga a sus discípulos, y hoy nos interpela también a nosotros. Es una pregunta dirigida a los discípulos de todos los tiempos.
Cada domingo profesamos nuestra fe al recitar el Credo. A menudo corremos el riesgo de repetir una fórmula, pero Jesús no se conforma con respuestas formales. Hoy, en el corazón de esta peregrinación jubilar, Jesús dirige a cada uno de nosotros esta pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es un interrogante que nos invita a mirar dentro de nosotros mismos y a ofrecer una respuesta personal.
El cristianismo no puede reducirse a una experiencia limitada a la mera participación en los ritos litúrgicos, ya que ello supondría una forma cómoda de entender la fe. La pregunta que Jesús dirige a sus discípulos —«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»— no alude a preceptos que cumplir, sino a nuestra relación con Él; no es una llamada a realizar prácticas exteriores, sino una invitación a reconocer el lugar que Jesús ocupa en nuestra vida. ¿Estoy verdaderamente unido a Él y a sus palabras?
Y aquel día, Pedro respondió en nombre de todos: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». ¿Podemos nosotros, por nuestra parte, responder no solo con los labios, sino con el corazón, y no solo con palabras, sino con nuestra vida: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»?
Confesar la fe es reafirmar ante Cristo quién es Él para nosotros y lo que nos ha revelado de sí mismo. Implica dar testimonio de ella mediante las obras, proclamar en voz alta, junto con Pedro, que Él es «el Mesías, el Hijo del Dios vivo», y entregar la vida por Él. La fe de la Iglesia —y la nuestra— se resume en estas palabras y en la adhesión a Cristo.
Se trata de una llamada a pasar de la escucha de Jesús al testimonio en su favor. Alimentados por la Palabra del Señor, estamos llamados a vivir para Él y a anunciarlo a nuestros hermanos y hermanas con alegría y amor.
A las palabras de Pedro, inspiradas por el Padre celestial, Jesús responde: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará».
En el momento en que Pedro reconoce quién es Jesús, recibe una nueva identidad y un nuevo llamado: «tú eres Pedro». Cuando se acoge a Cristo, se descubre también la propia identidad, es decir, se llega a conocerse verdaderamente a sí mismo. Del mismo modo, se comprende la propia misión y la gran responsabilidad que esta conlleva.
Simón se convierte en Pedro, la piedra sobre la cual el Señor desea edificar su Iglesia.
La gracia que Pedro ha recibido no concierne solo a su persona, sino que es un don que acompaña el camino de la Iglesia: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Se trata de una gracia que el Espíritu Santo comunica al obispo de Roma, sucesor de Pedro y vicario de Cristo. Fortalecido por este don, el papa cultiva la unidad de la Iglesia y preserva la verdad de la fe. Jesús promete a Pedro y a la Iglesia estabilidad para siempre y victoria sobre los infiernos.
El cristianismo se fundamenta en la respuesta de Pedro «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo», en la confesión de fe concebida como una relación personal con Cristo. No se puede ignorar esta relación personal con Él ni se puede relativizar la fe separando a Cristo de su Iglesia. «No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta, no, nuestra identidad cristiana es pertenencia. Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia», recordaba a menudo el papa Francisco.
Y después de Pedro y los apóstoles, una multitud innumerable de hermanos y hermanas, a lo largo de estos 2000 años, ha querido profesar su fe en Cristo, se han dejado atraer por Él y lo han seguido como miembros de su Cuerpo, la Iglesia, permitiendo que la Palabra de Cristo y su acción salvífica lleguen hasta los confines de la tierra.
Hoy Jesús nos ayuda a dar sentido a nuestra vida. Solo Cristo puede hacernos este don. Por eso, hoy nos comprometemos a permanecer firmemente unidos a Jesús, para vivir cada instante desde Él y de cara a Él.
El cardenal Gran Maestre nos lo exhorta en su libro sobre la espiritualidad de la Orden (p. 79): «Por la autenticidad de la vida cristiana y la fidelidad a la espiritualidad, es necesario (…) siempre conformarnos sin cesar al misterio de Jesús y de la Iglesia, recordando la enseñanza del Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí […], tome su cruz y me siga”».
El primer Caballero laico de nuestra Orden en ser canonizado —por el papa León XIV el pasado domingo—, san Bartolo Longo, vivió una relación muy personal con Cristo, pues su corazón estaba constantemente animado por un ardor apostólico. Enseñaba que, mediante la oración del rosario, se contempla el rostro de Cristo con los ojos de María. Hijo fiel y obediente de la Iglesia, construyó el santuario de Pompeya y la nueva ciudad del amor, comenzando por los últimos: las huérfanas y los hijos de los presos.
Siguiendo su ejemplo, «la generosidad del Caballero y de la Dama es una generosidad global que no se detiene en Tierra Santa, sino que se convierte en un elemento característico de su presencia en la Iglesia… una generosidad multiplicada que desea tomar a pecho las necesidades de los más necesitados» (Documento sobre la formación, n.º 22).
Por último, hoy la peregrinación jubilar se nos presenta como la oportunidad «de redescubrir, con inmensa gratitud, el don de esa vida nueva recibida en el Bautismo… los cristianos, durante mucho tiempo construyeron la pila bautismal de forma octogonal, y todavía hoy podemos admirar muchos bautisterios que conservan dicha forma, como [aquí] en San Juan de Letrán de Roma. Esta es la meta a la que tendemos en nuestra peregrinación terrena (cf. Rm 6, 22)» (papa Francisco, Spes non confundit, n. 20).
Hoy, en este lugar tan significativo, sede de la cátedra del sucesor del apóstol Pedro, que nos recuerda que nuestra Orden, de origen antiguo, ha sido, en distintas épocas, constituida, reorganizada, ampliada y enriquecida con privilegios y responsabilidades por los soberanos pontífices, nos consagramos nuevamente, confesando nuestra fe en Cristo y comprometiéndonos a vivirla como hijos fieles y obedientes de la Iglesia. Acogemos la exhortación del papa Francisco a los participantes en la peregrinación de la Orden en 2013: «vuestro caminar para construir nace de confesar de modo cada vez más profundo la fe… Este es un punto importante para cada uno de vosotros y de toda la Orden, para que cada uno sea ayudado a profundizar en su adhesión a Cristo: la profesión de fe y el testimonio de la caridad están estrechamente conectados y son los puntos cualificadores y de fuerza —puntos de fuerza— de vuestra acción».
Que la Virgen, Reina de la Paz, nos conceda esta gracia. Supliquemos a Nuestro Señor Jesucristo que derrame sobre nosotros, Caballeros y Damas del Santo Sepulcro, su Espíritu, para que nos haga, en medio de nuestros hermanos, instrumentos de Paz y Amor firmes y sinceros. Amén.


