La peregrinación: un camino de conversión y esperanza
La peregrinación es uno de los elementos simbólicos centrales del Jubileo, y su significado se intensifica al acercarse al camino hacia la gracia de la Misericordia, objetivo principal del año santo. El cansancio, el esfuerzo y las dificultades de la peregrinación prolongan y refuerzan la analogía con las pruebas de la vida, las cuales hallan consuelo en su meta, que es Dios mismo.
Concebir la vida como un viaje hacia Dios refleja la profunda necesidad del ser humano de hallarlo. El desplazamiento hacia un lugar sagrado evidencia la constante búsqueda de Dios por parte del hombre y, hoy como ayer, constituye un signo de fe y devoción.
La peregrinación es un signo distintivo del año santo, ya que representa el camino que cada persona recorre a lo largo de su existencia. La existencia misma es un peregrinaje, y el ser humano es un viator, un peregrino que avanza hacia el destino tan anhelado.
Para alcanzar la Puerta Santa en Roma o en cualquier otro lugar, cada persona deberá realizar, según sus fuerzas, una peregrinación. Este acto será el signo de que la misericordia también es un objetivo que alcanzar, y que exige compromiso y sacrificio.
La peregrinación es un camino de arrepentimiento y preparación para la renovación interior que el fiel realiza siguiendo las huellas de Jesús. Al mismo tiempo, constituye un itinerario concreto para obtener la indulgencia jubilar, ya que es necesario acudir como peregrino a los lugares de peregrinación vinculados al Jubileo.
Debemos ponernos en camino
La peregrinación a una de las iglesias jubilares tiene un significado profundo, ya que busca poner al ser humano en relación con Dios. Cada peregrino avanza hacia un objetivo concreto; no es un vagabundo.
La Iglesia nos invita a ponernos en camino, sin esperar a que Dios venga a nosotros. Depende de cada uno comprometerse a buscarlo, primero en nuestro interior y luego dirigiéndose hacia su morada, que es la casa de la comunidad, el lugar donde esta se reconoce como su rebaño.
Un camino de fe
Durante la peregrinación, el peregrino franquea ciertas etapas que se convierten en un paradigma de su vida de fe:
- La partida: manifiesta su decisión de avanzar hasta el final y alcanzar los objetivos espirituales de su vocación bautismal.
- El camino: lo conduce a la solidaridad con sus hermanos y a la preparación necesaria para el encuentro con su Señor.
- La visita al Santuario: para nosotros, Caballeros y Damas del Santo Sepulcro, se trata de las basílicas papales de Roma, donde escuchamos la Palabra de Dios y participamos en la celebración sacramental.
- El regreso: finalmente, le recuerda su misión en el mundo como testigo de la Salvación y constructor de paz.
La meta hacia la que se dirige el camino que realiza el peregrino es, ante todo, el encuentro con Dios.
En el Santuario, el peregrino se encuentra con el misterio de Dios, descubriendo su rostro de amor y misericordia. Esta experiencia se vive de manera especial en la celebración eucarística.
A continuación, la peregrinación conduce al encuentro con la Iglesia, que designa a la asamblea de aquellos a quienes la Palabra de Dios convoca para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en el Cuerpo de Cristo (CEC, 777).
La experiencia de la vida en común con los hermanos peregrinos se convierte también en una oportunidad para redescubrir al Pueblo de Dios en camino hacia la Jerusalén de la Paz, en la alabanza y el canto, en la fe y el amor únicos de un solo cuerpo: el de Cristo.
El peregrino debe sentirse parte de la única familia de Dios, acompañado por numerosos hermanos y hermanas en la fe, y guiado por el gran Pastor que nos conduce por el camino correcto, todo ello bajo la dirección visible de los pastores a quienes Él ha confiado la misión de cuidar y orientar a su pueblo.
Un camino de conversión
La peregrinación es un camino de conversión, sostenido por la firme esperanza en la infinita profundidad y fuerza del perdón que Dios nos brinda.
Por ello, el Santuario es también el lugar del encuentro en la Reconciliación. Allí, la conciencia del peregrino se conmueve; allí confiesa sus pecados; allí es perdonado y perdona; allí se transforma en una nueva criatura mediante el sacramento de la penitencia; y allí experimenta la gracia y la misericordia divinas.
De este modo, la peregrinación reproduce la experiencia del hijo pródigo en el pecado: conoce la dureza de la prueba y la penitencia al enfrentar el cansancio del viaje, el ayuno y el sacrificio, pero también experimenta la alegría del abrazo del Padre misericordioso, que lo conduce de la muerte a la vida: «porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15, 24).
La Puerta Santa
La apertura de la Puerta Santa marca el inicio del Jubileo, pero también representa un símbolo espiritual para los cristianos.
Desde un punto de vista puramente material, podemos definir como Puerta Santa la puerta de las basílicas papales de Roma y otras iglesias que el papa ha proclamado como tales, incluso fuera de la ciudad.
La Puerta Santa de las basílicas papales solo se abre con ocasión de un año santo, momento en el que puede cruzarse para obtener la indulgencia plenaria de todos los pecados.
En efecto, el Jubileo es un periodo de un año durante el cual la Iglesia concede indulgencias especiales a quienes realizan peregrinaciones, se dedican a obras de caridad, a la oración y a la penitencia, y atraviesan la Puerta Santa.
¿Qué significa esto para cada uno de nosotros?
Con la apertura de la Puerta Santa, la Iglesia recuerda el valor de la conversión y la responsabilidad de ser cristiano: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 7.9.11).
Cada persona debe asumir el compromiso de pasar del estado de pecado al de gracia, reconociendo y valorando su ser y su condición.
La Puerta Santa revela la figura de Cristo a través de la cual toda persona puede llegar al Padre, que es la verdad. Su enseñanza, su pasión, su muerte y su resurrección nos guían por este camino de salvación. Debemos comprender que, para ser una «oveja» del rebaño, estamos llamados a comprometernos plenamente a comprender el propósito de Dios para nuestra vida y nuestro sufrimiento, que nos une a Cristo.
Que cada uno se disponga a abrir de par en par su corazón al Cristo que abrió sus brazos en la Cruz, ofreciendo al mundo a María como Madre de toda la humanidad. Invoquemos a María para que nos conceda la fuerza de entregarnos por completo y acercarnos conscientemente a la Cruz de Cristo, convirtiéndonos en testigos de esperanza para todos los que encontramos.
La indulgencia jubilar
¿Qué es la indulgencia?
Varios documentos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, afirman que: «la indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa que gana el fiel, convenientemente preparado, en ciertas y determinadas condiciones, con la ayuda de la Iglesia, que, como administradora de la redención, dispensa y aplica con plena autoridad el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos».
Esta definición subraya algunos puntos importantes que merecen ser precisados.
La indulgencia proviene del amor misericordioso de Dios que, a través de Jesús Buen Pastor, viene a buscarnos, nos muestra su rostro misericordioso, nos hace tomar conciencia de nuestro pecado, suscita el arrepentimiento y nos ofrece el perdón, que equivale a la creación de un corazón nuevo.
Es el mismo Jesús quien constituye la indulgencia y la propiciación por nuestros pecados (Jn 20, 22-23).
El pecado grave tiene una doble consecuencia:
- la pena eterna, es decir, la privación de la comunión con Dios, que se elimina gracias al sacramento de la confesión;
- la pena temporal, es decir, el desorden, las contradicciones y el desequilibrio que las conductas pecaminosas dejan en nosotros, tales como malos hábitos, desorden afectivo, debilidad de la voluntad y tendencia a recaer en el pecado.
Evidentemente, incluso después de que el pecador arrepentido ha recibido el perdón de Dios, la huella negativa permanece y, en la medida de lo posible, debe ser reparada mediante un camino de conversión.
La oración, los actos de penitencia, las buenas obras, así como los sufrimientos y pruebas de la vida soportados con paciencia y fe, contribuyen a la purificación que, si no se completa plenamente en esta tierra, se perfeccionará en el purgatorio.
Al pecador arrepentido, Dios, en su misericordia, concede ordinariamente, a través del sacramento de la reconciliación, el perdón de los pecados y la remisión de la pena eterna.
Con la indulgencia plenaria, la misericordia divina remite la pena temporal de los pecados ya confesados y elimina las huellas que el pecado ha dejado en nosotros.
Esto significa que el fiel puede alcanzar la purificación total de sus penas, evitando el Purgatorio.
La indulgencia no anula la necesidad del arrepentimiento y la confesión, sino que se suma a ellos como un signo adicional de la gracia divina.
Rvdo. Mons. Adriano PACCANELLI
Maestro de ceremonias de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén
(Septiembre de 2025)