Homilía del Gran Maestre en la basílica de San Pedro
                        
                        
                    
Queridos Caballeros y Damas,
Simón de Galilea, pescador en el lago de Tiberíades, es llamado por Jesús a seguirlo junto con su hermano Andrés, así como Santiago y Juan, sus compañeros. Jesús le cambiará el nombre y le anunciará que hará de él un pescador de hombres. Dentro del grupo de los apóstoles, Pedro se convierte en el portador de todos, y Jesús lo sitúa a su lado en los momentos decisivos de su vida, como en la Transfiguración y en el Huerto de los Olivos.
Recibirá de Jesús la misión de custodiar la Iglesia y, pese a su negación, será reafirmado por Él en esa encomienda en Tiberíades, junto al lago donde todo comenzó. Más adelante, Pedro asumirá el papel de primer testigo, sanará a los enfermos y será citado por el Sanedrín y arrestado en diversas ocasiones. Continuará sosteniendo a la Iglesia de Jerusalén, así como el impulso misionero de Pablo y los demás apóstoles. La tradición lo sitúa en Roma en los últimos años de su vida y ubica su martirio durante las persecuciones de Nerón, en el año 67. La tradición y la iconografía lo describen crucificado cabeza abajo, por respeto a la crucifixión del Maestro, y finalmente enterrado en esta colina del Vaticano, donde una inscripción y un muro rojo, bajo esta basílica, recuerdan: «Pétros ení» (Pedro está aquí).
«“Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”.
Ahora yo te digo: tú eres Pedro,
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,
y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 16-18).
En estas líneas del Evangelio se manifiesta la fe personal de Pedro, transmitida y profesada a lo largo del tiempo por todos sus sucesores; pero al mismo tiempo, se revela también la fe de Jesús, que le responde: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).
La fe de Pedro nace —y Jesús mismo se lo confirma desde lo alto— a partir de «mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Ya había un precedente en aquella noche memorable en que, mientras el mar estaba agitado, el Señor apareció caminando sobre las aguas y las calmó: «Realmente eres Hijo de Dios» (Mt 14, 33), exclamó entonces Pedro, lleno de asombro. Una fe, por tanto, que se fue gestando lentamente, al calor de las palabras y los signos realizados por el Maestro. Sin embargo, será durante el evento pascual cuando su fe alcance madurez: ante el sepulcro vacío, en el encuentro con el Resucitado la tarde de la resurrección, mientras estaban reunidos a puerta cerrada; y finalmente, en Tiberíades, tras la pesca milagrosa, cuando «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21, 12). Es allí, en Tiberíades, donde Pedro hará su profesión de amor después de ser interrogado tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas…» (Jn 21, 15-17). Este es el momento en que Jesús le confía la primacía del amor. Por consiguiente, el día de Pentecostés le corresponderá dirigirse a los habitantes de Jerusalén y proclamar: «a Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él… Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte [y] lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2, 22.24.36).
La fe de Pedro había atravesado un largo proceso de purificación, pues su comprensión del Mesías no contemplaba ni el misterio del sufrimiento de Jesús («¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» [Mt 16, 22]), ni la humildad del servicio («No me lavarás los pies jamás» [Jn 13, 8]), ni tampoco la renuncia a la violencia («Mete la espada en la vaina» [Jn 18, 11]). Sin embargo, todo esto resultaba poco en comparación con su célebre promesa de dar su vida por el Maestro («Daré mi vida por ti» [Jn 13, 37]), vilmente negada en el atrio de la casa de Caifás («…y enseguida cantó un gallo» [Jn 18, 27]). Benedicto XVI afirmaba que Pedro tuvo que aprender la humildad y el camino del discípulo, así como la humildad del servicio.
La confianza de Jesús en Pedro, por el contrario, surge de haberlo examinado en lo más profundo de su corazón, más allá de sus debilidades humanas y contradicciones, pero también reconociendo su extraordinaria generosidad.
Conociendo su corazón, Jesús cambió su nombre a Pedro, Cefas.
Es sobre esta sinceridad de corazón que se funda la confianza de Cristo en Pedro y en sus sucesores: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32); una confianza de Jesús en Pedro que permanece ligada a una promesa. A él le asegura: «el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). Cabe subrayar que la confianza de Cristo no se centra únicamente en su persona, sino que se extiende a la Iglesia; una Iglesia que no es meramente una institución, sino que está llamada a ser enviada a un mundo necesitado de luz («Vosotros sois la luz del mundo» [Mt 5, 14]) y capaz de irradiarla. Se trata de un servicio tanto divino como humano, en el que Jesús actúa también a través de nosotros, pese a nuestras debilidades y fragilidades.
El Señor confió así a Pedro la custodia de su Iglesia en su peregrinación terrestre. Simón Pedro es a la vez su hijo, su guardián y su guía, como se aprecia desde el principio: al organizar la sustitución de Judas en el Colegio apostólico; durante la predicación del día de Pentecostés, ante la multitud reunida y asombrada; en la acogida de las primeras conversiones; en la defensa de la primera comunidad cristiana ante el Sanedrín; en el juicio de Ananías y Safira por simonía; en el sufrimiento de la prisión; en la realización de viajes apostólicos y signos prodigiosos; y, sobre todo, en la admisión al Bautismo del centurión romano Cornelio sin exigirle la circuncisión, reconociendo que «Dios no hace acepción de personas» (Hch 10, 34).
La dimensión salvífica de Cristo —que los apóstoles llevan al mundo— pertenece ahora a toda la Iglesia que se reúne alrededor de Pedro y de sus sucesores, como las «columnas» (Gal 2, 9) de una esperanza no solo terrestre y personal, sino escatológica y universal, signo y misterio de fe en el mundo. Pedro está llamado a presidir la communio a nivel universal. Una communio en la que se conserva la sacramentalidad y la santidad de la Iglesia y en la que, en particular, la dimensión de la caridad, en el sentido más amplio del término, se vuelve inmediatamente central.
La Iglesia, en la que habita Cristo, necesita de Pedro y de sus sucesores, quienes, mediante su confesión de fe, ejercen la primacía del amor, tan esencial para mantener la unidad entre las distintas comunidades cristianas. Al mismo tiempo, presiden la colegialidad episcopal y defienden la libertad del Evangelio, una libertad que allana el camino al encuentro con las culturas, religiones y perspectivas políticas más diversas, siempre en un espíritu de fraternidad y verdad en Cristo. Nosotros, Caballeros y Damas del Santo Sepulcro de Jerusalén, también nos comprometemos con esta visión, conforme a la voluntad del beato Pío IX y de sus sucesores.
Pedro, aquel que confesó ser «pecador», reconociendo su indignidad ante Jesús, se convirtió en el guía firme del pueblo de Dios. Si hay lugar para Pedro, quien primero traicionó por miedo y luego, arrepentido, fue confirmado al frente de la Iglesia, podemos confiar en que también hay lugar para nosotros, hoy peregrinos en esta basílica petrina. La disposición a la conversión, es decir, a retomar el camino tras las huellas de Jesús, abre cada corazón —como sucedió con Simón Pedro— para seguir esos pasos con determinación.
Ubi Petrus, ibi Ecclesia (donde está Pedro, allí está la Iglesia), afirmó san Ambrosio. Nosotros, Caballeros y Damas del Santo Sepulcro de Jerusalén, hoy ante la tumba de Pedro, nos alegramos de estar unidos a él y a sus sucesores, compartiendo con el papa su solicitud por Tierra Santa.
Amén.
NB: La homilía pronunciada en la basílica de San Pedro retoma la «meditación» (Pedro de Galilea y la doble fe) del cardenal Gran Maestre en «En tus manos están mis azares» (disponible en italiano – «I miei giorni sono nelle tue mani» –, Editorial San Paolo, 2025).
    

