Homilía del Gran Maestre en la basílica de San Juan de Letrán

Peregrinación jubilar, Roma, 22 de octubre de 2025

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Omelie Cardinale Filoni - 2

Queridos Caballeros y Damas,

Aquí, en la basílica de San Juan de Letrán, se encuentra la cátedra del papa, obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro.

En esta basílica catedral, cada nuevo obispo de Roma proclama su fe en Cristo, el Hijo del Dios vivo, tal como lo hizo Pedro en Cesarea de Filipo, cuando, como hemos escuchado en el Evangelio, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ante la respuesta de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo», Jesús le confirió la primacía entre los discípulos, haciéndolo así jefe de la Iglesia (Mt 16, 13-19).

Quizá sorprendido por su propia respuesta, Pedro debía comprender —y Jesús se lo confirmó— que la fe que se manifestaba en él no provenía de un conocimiento humano, terrenal ni cultural, pues él era un pobre pescador del lago, sino del Padre «que está en los cielos». Es decir, un conocimiento que procede «de lo alto».

Efectivamente, la fe es siempre un don de Dios que nos llega «de lo alto».

Un Caballero o una Dama sabe bien que nuestra fe, trinitaria, es verdaderamente un don de Dios que nos es comunicado por la gracia a través de la Iglesia.

Quien mantiene una percepción lúcida de su propia humanidad —afirmaba Benedicto XVI— comprende que no se trata de meras teorías ni de sentimientos vacíos. La fe, en efecto, se fundamenta y encuentra sus raíces en la dimensión humana; insisto: en la dimensión humana. Ni los animales ni los seres celestiales poseen el don de la fe. Por ello, la fe que nos es concedida de lo alto, por la acción de la Gracia, está destinada únicamente al ser humano, quien puede acogerla, rechazarla o, con demasiada frecuencia, ignorarla por ligereza.

Jesús, en la condición humana que asume, se convierte —en el contexto de nuestra fe— en el icono, la imagen del Padre. De este modo, si Cristo es el icono del Padre, Él es, en consecuencia, la manifestación visible de Dios para nosotros.

En Cesarea, en Galilea, Pedro comprende que todo lo que le ha sido confiado en el marco de su ministerio es obra de la Gracia y que, por consiguiente, lo transmite no solo a la comunidad de los discípulos, sino también —y de manera perdurable— a toda la Iglesia. Es la misma fe de Pedro la que la Iglesia está llamada a vivir y a custodiar, guiada fielmente por el Evangelio y bajo la conducción del Pescador de Galilea y sus sucesores, a lo largo de los caminos de la historia.

Nosotros, como Caballeros y Damas, estamos doblemente vinculados a la Iglesia: por un lado, como bautizados, al convertirnos en hijos de Dios; y por otro, como miembros de la Orden del Santo Sepulcro, que nos exige la profesión de la fe católica. Por ello, estamos convencidos de que este Jubileo reafirma en nosotros estos compromisos y fortalece nuestra fe.

Como miembros de la Iglesia, nos preguntamos: ¿qué es la Iglesia? Es una comunión de personas unidas por la fe en Jesús y en su revelación, y, al mismo tiempo, como decía Benedicto XVI, es el lugar donde el Misterio trascendente de Dios se encuentra con cada uno de nosotros y con nuestro mundo.

De este modo comprendemos las palabras de la primera Carta de san Pedro, dirigida a los cristianos: «Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa», y añadía: «Acercándoos a él, piedra viva… también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2, 4-5.9-10). ¡He aquí nuestra vocación!

Reunidos en esta histórica basílica catedral de Roma, sentimos el honor y la responsabilidad de avivar, durante este Santo Jubileo, el compromiso de renovar nuestra fe, esperanza y caridad, y de hacerlos visibles en nuestra vida cotidiana. Al mismo tiempo, debemos percibir, como miembros de la Iglesia y de nuestra Orden, la nobleza de nuestra vocación, enraizada en Cristo muerto y resucitado: ella nos señala los caminos a seguir mediante renuncias personales, el desapego de la vacuidad de tantos de nuestros intereses, la generosidad hacia Tierra Santa y nuestras Iglesias locales, el valor de promover la justicia y la paz, y nos hace conscientes de participar en la solicitud del papa por la presencia cristiana en la Tierra de Jesús, fomentando igualmente la comprensión mutua entre los pueblos, el diálogo, el perdón y la reconciliación, condiciones imprescindibles para la convivencia pacífica de todos los habitantes de Tierra Santa.

Con estos sentimientos, deseo a cada uno de ustedes que celebren este santo día jubilar con plenitud y regocijo.

Amén.