La fe trinitaria

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La fe trinitaria

Cuando hablamos de nuestra casa no pensamos en las cuatro paredes de la vivienda, sino en los que viven allí: nuestra madre, nuestro padre, nuestros hermanos y hermanas.  ¿Han entrado alguna vez en una casa donde nadie le está esperando? ¿Tiene sentido vivir en el frío vacío de aquellas paredes? ¿Tiene sentido vivir en el vacío de una fe? La fe trinitaria nos pertenece a través del sacramento del bautismo y nos introduce en una familia: Creo en Dios Padre, en Jesucristo el Señor y en el Espíritu Santo, Consolador. No estamos hablando de una teoría, sino de Personas. Cierto que eso no es fácil.

A veces nos santiguamos de manera inconsciente, de manera supersticiosa en ocasiones, otras con profunda conciencia. ¿Pero de qué? Para responder a esto entremos en el corazón de la fe bautismal. De hecho, es la primera pregunta que se le formula al bautizado: ¿Qué has venido a hacer en la Iglesia de Dios? ¿Qué es lo que buscas?

Tocar el corazón de los problemas es entrar en lo más profundo del porqué. Y tenemos muchos. Pero no se trata de una cuestión simplemente humana, sino sobrenatural, pero que nos atañe. Si doy por sentado que lo que se me dice sobre la fe es suficiente, entonces no hay más que hablar. Mirar un hermoso edificio por fuera, ¿significa que conocemos la belleza del interior? ¿Pensar que hay un Dios es conocerlo? Abrir de alguna manera la puerta para "asomarse" al misterio de Dios no es imposible, sobre todo si estamos acompañados; más aún, si nuestro compañero es alguien que le pertenece y nos habla apropiadamente. Por supuesto que se puede escribir sobre Dios, pero no es lo mismo conocerlo y encontrarse con él.

Nuestro “guía” durante este “misterioso” encuentro, en el que nunca habríamos pensado poder entrar, es el mismo Jesús. Él nos permite tener al mismo tiempo la inteligencia y el encuentro con Dios. Tantas personas han hablado de la Santísima Trinidad; en el estudio de la teología hay un tratado, y en las facultades de teología es una parte obligatoria del curriculum; los Padres de la Iglesia y los teólogos también han escrito mucho y bien; esto también se estudia. Lo que podría decir aquí es, entonces, poco o torpe. Pero la mayor autoridad es la fuente: Cristo.

En efecto, es Él quien nos revela la naturaleza íntima y verdadera de Dios, con la que tenemos que tratar los seres humanos: Dios es amor. Dios es vida. Dios es comunión de Personas. ¡La vida de Dios no es la de un ser solitario, cerrado en sí mismo; es trinitaria, es comunión y está abierta! Es aquí donde "habita" el Padre, por así decirlo, (término analógico de la naturaleza humana), el Hijo, cuyo nombre bendito es Jesús, y el Consolador, el Espíritu, el que da la vida.

Hablar de la Santísima Trinidad no es hablar de una fórmula matemática o de un algoritmo, ni siquiera es un simple postulado de la fe cristiana. Nos referimos a la vida que está en Dios y que se da a conocer: en las aguas del río Jordán una voz, la del Padre, acredita a Jesús en nuestro mundo y lo presenta como su Hijo en quien hay que creer: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17). Y Jesús dirá a su vez: «¡Abba!, Padre» (Mc 14, 36). Es la expresión de una relación familiar de misma "naturaleza", que también encontramos después en la espléndida plegaria: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 25). Una invocación en la que Jesús explica que nadie puede conocer al Padre sino es el Hijo, que es quien le revela.

¿Pero es sólo una provocación? Felipe, el discípulo curioso y pensativo, amigo de Natanael, pregunta insistentemente al Maestro el sentido de su relación con el Padre: ¿Por qué hablas tanto del Padre?, le dice. «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). ¿Impaciencia o necesidad de entender?

El que duda es como si estuviera en una nube y tiende a salir de ella; pero, si se atreve a entrar como hizo Moisés, en la Shejiná, en la tienda santa, se encuentra en presencia del Altísimo, que hizo descender una nube entre Moisés y el pueblo y les habló (cf. Ex 33, 7-11); Moisés se sintió protegido como si estuviera en el hueco de una roca, o mejor aún, como si estuviera en el hueco de una mano amiga (cf. Ex 33, 21-23).

Jesús contestó a Felipe: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?» (Jn 14, 9-10). ¿No crees que te elegí por amor, que tu vida me es querida, que el leproso que apenas ha sanado está en el centro de la misericordia de Dios, que Dios no es indiferente a las lágrimas de un padre y una madre? «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 11). Las obras que realizo son también las suyas.

Llegados a este punto, si nos dejamos acompañar aún más profundamente en la vida divina, oímos que Jesús también nos habla de un "regalo", o más bien de una Persona que Él enviará: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16, 7). Esta persona, pues, tiene un nombre: el Consolador, que Jesús entregará a la Iglesia naciente. Los Apóstoles aprendieron a conocerlo bien, ya que vino el día de Pentecostés como un fuego y les consagró a la verdad, será para ellos un compañero, una fuerza activa y santificadora que les anima: entonces estos podrán expulsar demonios, curar a los enfermos, anunciar la Palabra de Jesús, soportar las persecuciones, perdonar, instruir, rezar, consagrar y tener la misma fuerza que el Señor Resucitado, comunicando en ellos los mismos sentimientos de Dios. Constituirán la primera comunidad de creyentes, la Iglesia, para el anuncio del Reino de Dios y siempre tendrán la percepción de la presencia unificadora del Consolador, hasta el punto de decir, como en la delicada cuestión de la admisión de los paganos a la fe sin pasar por la Ley mosaica, que habían actuado con el Espíritu Santo (cf. Hch 15, 28), que guía y anima los pasos de la Iglesia; esta conciencia daba la certeza del constante acompañamiento divino. San Pablo lo explicará mejor diciendo en la fe: «Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rom 8, 16-17). Dios también acompaña la historia y nunca es indiferente a la historia de las fechorías humanas: guerras, odio, discriminación, egoísmo, exclusión, saqueo de la creación.

La Iglesia nace trinitaria como Pueblo de Dios Padre, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo, cuyo arquitecto es el Padre, Jesús el humilde Hijo obrero del Padre y el Espíritu Santo el garante de que la Iglesia estará para siempre en la verdad traída por Cristo.

Una vez, durante una hora de catecismo, un niño me dijo que no entendía la Trinidad; tomé tres velas, cada una por separado, las encendí y las uní; las tres llamitas formaron una sola y al mismo tiempo indivisible; luego las separé: eran de nuevo tres llamitas, la misma luz, el mismo calor, la misma energía; luego se unieron de nuevo y se convirtieron de nuevo en una sola llama, una sola luz, un solo calor. Me dijo que lo había entendido. Entonces fue realmente suficiente.

Dios, como en un torbellino que va más allá de la razón humana, nos hace entrar en su vida; venimos de esta vida y a ella volveremos. La Santísima Trinidad y un solo Dios: nos pertenece porque es nuestra familia divina, nuestro hogar acogedor y eterno.
 

Fernando Cardenal Filoni
Gran Maestre


(5 de junio 2020)