¡Paz a vosotros! El mensaje

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Gesù e i discepoli

En su mensaje Urbi et Orbi del domingo de Pascua, en este momento de crisis que atraviesa el mundo, el Santo Padre pidió a Cristo, Él que es «nuestra paz», que ilumine a todos los que tienen responsabilidades en los conflictos, «que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo». Más concretamente, en lo que respecta a Tierra Santa, el Papa espera que sea «el tiempo en el que los israelíes y palestinos reanuden el diálogo y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a ambos vivir en paz». Por su parte, la Orden del Santo Sepulcro sigue trabajando de forma concreta y discreta por la paz, como señaló el Papa al dirigirse a los miembros del Gran Magisterio y a los Lugartenientes el 6 de noviembre de 2018 con motivo de la Consulta: «Con vuestro compromiso meritorio, también vosotros dais vuestra aportación a la construcción de esa senda que llevará, como todos esperamos, al logro de la paz en toda la región». En fidelidad a este servicio y en nombre de este compromiso, una semana después de Pascua, para el domingo in albis, el cardenal Fernando Filoni, Gran Maestre de la Orden, propone profundizar nuestra reflexión sobre el tema de la paz que se nos pide recibir como un don de Dios.
 

¡Paz a vosotros! ¿Tiene sentido desear algo así?  La paz presume un estado de beligerancia militar o de angustia psicológica/social. Jesús lo usa como la primera expresión de su encuentro con los discípulos. No lo usa con María Magdalena, a la que llama por su nombre. Estaba afligida por la muerte y la injusta condena impuesta al Maestro, no estaba en crisis con él.

Era diferente con los discípulos: había quienes habían negado conocerlo, perjurando, y quienes habían desertado en el momento más oscuro. Frente a los tristes acontecimientos se preguntaban, al fin y al cabo: ¿Quién era realmente Jesús? ¿Era el Mesías? Y hacia el final, ¿por qué una muerte tan ignominiosa? Y en cuanto a sus palabras, ¿no parecían bastante nebulosas y alejadas de la realidad? Y, ¿qué pensar de sus obras ahora? En la Cesarea de Filipo, habían diferido de las opiniones del pueblo, ¿pero ahora? Su condena y su asesinato, ¿qué sentido tienen?  En realidad era una guerra interior.

Los discípulos necesitaban ser pacificados: «¡Paz a vosotros!» Y Jesús mostró los signos de su pasión, la clara evidencia de sí mismo. También era un saludo, un gesto de cortesía. Y no se lo arrebató. Pero la formalidad del saludo no era suficiente; el contenido del saludo, el tono de voz, la mirada y el dejarse mirar a los ojos, la expresión serena, o no serena, del rostro, eran signos esenciales para comprender quién estaba realmente de pie delante de ellos, y sobre todo lo que había en su corazón.

La cara es el espejo del alma. Incluso el salmista lo había dicho: «Vultum tuum Domine requiram -  Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 27, 8) queriendo entender los sentimientos del Altísimo. Incluso Dios había mirado el rostro de Caín y había visto que estaba en crisis con él y le pregunta, «¿Por qué te enfureces y andas abatido?» (Gén 4, 6). La verdadera naturaleza del rostro, el secreto que oculta, está más allá de las apariencias. La pregunta, que puede ser a la vez una petición de ayuda y una amenaza, manifiesta siempre la presencia viva del «Otro» y esconde ciertamente un rastro del infinito (E. Lévinas). En Cristo, escribe Benedicto XVI, «la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona» (Caritas in veritate 1).

El Jesús resucitado hace exactamente eso, revela el Rostro de su Persona: saluda a los discípulos, asustados, encerrados en sus casas por miedo a los judíos, desorientados por los acontecimientos y por su propio comportamiento. Dudaban de que la amistad del Señor siguiera intacta: ¿no se habían escondido nuestros antepasados después de haber traicionado la palabra del Creador? ¿Y no fue Moisés colocado en el hueco del acantilado y cubierto por la mano del Altísimo para no ver su cara cuando el pueblo, asustado por la Alianza traicionada, le pidió a él, hombre de Dios, que hablara con él? ¿El niño no se esconde después de haber desobedecido?  ¿Y el hombre no niega también las pruebas en el tribunal?

Con el saludo, «¡Paz a vosotros!», se «alegraron»; efectivamente la voz del Resucitado era tranquilizadora, las manos con el signo de los clavos y el costado traspasado eran los suyos: ¡Jesús estaba vivo! Y esto era lo más importante para ellos: ¡Estaba realmente vivo! ¡No era un fantasma! Tomás también quería tener la misma experiencia carnal que el Resucitado y Jesús nos dejó una dicha que ellos, los discípulos, no pudieron disfrutar: «¡Bienaventurados los que crean sin haber visto!» (Juan 20, 29).

El Maestro ahora necesita recuperar a sus amigos para confiarles la continuación de su misión. Encontrar de nuevo a todos, hombres y mujeres, incluyendo a aquellos que, dejando Jerusalén, se fueron a Emaús decepcionados y tristes. También tomará para la naciente Iglesia a Saúl, el asesino de Esteban, que perseguía a los cristianos. Pero ellos, los Once, serán sus testigos, Apóstoles del mundo. Reconciliados, los envió a Galilea, donde todo había comenzado y tenían el recuerdo de la frescura de los primeros días.

La paz de Cristo iba más allá de un desorden personal al que a menudo lo reducimos todo, y conduce a extraer de las singulares profundidades y riquezas de la Persona de Jesús y su mensaje de salvación; la «paz» de Cristo es pues ante todo un hecho teológico, y esto es importante en la Iglesia, pero al mismo tiempo también en la sociedad y en el mundo político. De lo contrario, el don del Resucitado se adaptaría a realidades contingentes o visiones subjetivas, incluso polémicas, dentro y fuera de la Iglesia. La "paz" es por lo tanto un lugar teológico, porque es un don de Cristo; es un don sobrenatural que nos ayuda a enfrentar la realidad; no al revés.

En el momento en que Jesús deseaba la paz, por ejemplo, no podemos olvidar que ese saludo, «¡Paz!», se encuentra presente en el nombre de Jerusalén, la ciudad santa intensamente amada por Él, por la que había clamado: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!» (Lc 19, 41). Jesús no lloró por los muros que, tarde o temprano, caerían con el tiempo y por las diversas guerras sangrientas de la historia de la Ciudad, sino por aquellos que sufrirían las consecuencias. También lloró por la gente de entonces y de ahora: como los de Siria, Irak, Libia, Afganistán, Yemen y todos los guerrilleros sin nombre esparcidos por todos los continentes. Nuestras sociedades necesitan paz y reconciliación en términos de inclusión humana, comprensión socio económica, respeto de los derechos humanos tan frecuentemente violados.

Quizás en el plano interreligioso no seamos los grandes arquitectos, si recurrimos a una imagen evangélica muy conocida, podríamos llamarnos pequeños jornaleros; pero debemos sembrar la paz en las relaciones internacionales, en las disputas económicas, en las diatribas políticas e ideológicas, porque el cristianismo es presencia: «don y tarea», decía Benedicto XVI. Si por un lado el don consiste en ser gratificado por la cercanía interior con Dios, por otro lado el testimonio consiste en crear las condiciones para la paz; y es lo que piden los refugiados, lo que piden los trabajadores humanitarios, lo que imploran muchas víctimas y, sobre todo, los niños que se preguntan: «¿Por qué nací? ¿Este es mi mundo?» Es lo que me preguntaban a mí en los tristes días del EI, en Irak.


Cardenal Fernando Filoni


(19 de abril 2020, Domingo in albis)