Epifanía: la esperanza se abre a los pueblos

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Re Magi - 1

«Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén» (Mt 2, 1).

Con una mirada lapidaria y un conocimiento impresionante, o quizás familiaridad con los hechos histórico-geográficos de los inicios de la vida del Señor, el autor del primero de los cuatro Evangelios canónicos, Mateo, se detiene en uno de los acontecimientos más intrigantes relacionados con el nacimiento de Jesús. En realidad, al hacerlo, el evangelista parece abrir una nueva línea narrativa teológica de una importancia esencial: si la primera había tratado del «Esperado» en el surco genealógico del patriarca Abrahán y del rey David (cf. Mt 1,1), según la visión trazada por el profeta Isaías («Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo» – 7, 14), la segunda se concreta en la atribución del significado del nombre: «y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (cf. Is 7, 14 y Mt 1, 23). Un Dios con nosotros que concierne a todos los pueblos.

Esta segunda línea narrativa teológica se resume en el capítulo 2 de Mateo y versa sobre la visita de los Reyes Magos y los acontecimientos relacionados con esta: «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?”» (cf. Mt 2, 1-2). Así, en Jesús recién nacido, no solo se realizó la espera de Israel, sino también la de los pueblos en sí mismos.

Toda la historia y toda la vida humana son, en sí mismas, espera y camino. Y esto es aún más evidente en la Historia que se hace sagrada por la inserción del Altísimo en ella; una gran Historia de «esperas» y «caminos» que comienza con Abrahán, quien, desde Ur de los Caldeos, se dirigió hacia la Tierra que Dios le indicó, hasta este Pueblo que, guiado por la columna de fuego, recorrió el desierto en dirección a la Tierra de los Padres; y más allá. En todo recorrido bíblico, la bendición siempre nos acompaña: «El Señor te bendiga y te proteja» (cf. Nm 6, 23). Una bendición que, tal y como nos enseñó san Pablo, se extiende en Jesucristo a todos los pueblos y, al mismo tiempo, implica «la redención, el perdón de los pecados y la riqueza de la gracia» (cf. Ef 1, 1-7).

Para la Sagrada Escritura, todos los pueblos permanecen a la e()spera y en camino, porque la peregrinación (real, intelectual y existencial) pertenece a la condición humana: no a los ángeles ni a los demonios.

Cristo mismo, en su encarnación, se convierte en peregrino.

Los misteriosos personajes de Oriente de los que habla el Evangelio de Mateo representan a estos pueblos que, en su espera, siguen una estrella (cf. Mateo 2, 2) y van al encuentro de un guía: buscan esta esperanza que contiene el sentido de la existencia y el estilo de vida de cada ser humano.

En una puesta en escena evocadora, el autor del Salmo 72(71) prevé un extraordinario movimiento centrípeto de los pueblos hacia el «gran Rey»: «En su presencia se inclinen las tribus del desierto; sus enemigos muerdan el polvo; los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo. Los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones; póstrense ante él todos los reyes, y sírvanle todos los pueblos» (cf. 9-11); una visión fascinante, desde luego, que estará seguida de un nuevo escenario, aquel de la misión de la Iglesia que parte del Señor resucitado y se dirige a los pueblos: Cristo, la Bendición que ha de difundirse entre todos los pueblos. El misionero es aquel que transforma la esperanza, la espera de los pueblos, en «Bendición» cuando se dirige a todos los que buscan a Dios en Cristo.

La Epifanía es la manifestación de la humanidad de Jesús a los Reyes Magos. Pero nosotros también conoceremos otras epifanías a lo largo de la vida pública de Cristo: desde el Bautismo en el Jordán («Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» – Mt 3, 17), a la Transfiguración en el monte Tabor («Este es mi Hijo, el amado» – Mt 17, 5); desde la Crucifixión del Justo («Verdaderamente este era Hijo de Dios» – Mt 27, 54), a su Resurrección, que concluye la última línea histórico-teológica de las epifanías del Señor.

Benedicto XVI escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24), a lo que añadió: «Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Carta encíclica Spe Salvi, 1).

Y el papa Francisco reafirmó: «Spes non confundit», «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5), porque «en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza. La Palabra de Dios nos ayuda a encontrar sus razones» (Bula de convocación del Año Santo 2025, 1).

 

Fernando cardenal Filoni
Gran Maestre

 

(3 de enero de 2025)