El preciado legado del beato Pío IX

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Pio IX - 1

Como Caballeros y Damas, debemos mucho al beato Pío IX. Fue él quien, tras un acuerdo con el sultán del Imperio otomano, restableció el Patriarcado latino de Jerusalén en 1847 e hizo de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén la entidad encargada de apoyar al Patriarcado. Asimismo, Pío IX deseó dar a conocer el restablecimiento de la Orden y favorecer su desarrollo internacional. Con motivo de la memoria litúrgica del beato Pío IX, el cardenal Fernando Filoni, gran maestre, ha sido invitado el próximo 8 de febrero a celebrar la misa en la basílica de San Salvatore in Lauro, que tanto debe a este pontífice. A continuación, reproducimos la homilía del gran maestre.

 

«S(ervus) D(ei) mortuus est Romae die 7 februarii 1878 (anno millesimo octigentesimo septuagesimo octavo), quae fuit feria quinta, in Vaticanis Aedibus, hora quinta eum tribus quadrantibus post meridiem» (este Siervo de Dios falleció el 7 de febrero de 1878 durante la avemaría de la tarde, es decir, hacia las seis menos cuarto de la tarde). El relato de su piadosa muerte afirma que Pío IX fue consolado en los últimos momentos de su vida por los Sacramentos de la Iglesia, los cuales él mismo solicitó (Positio super virtutibus, II, 743).

Según la crónica, el papa estaba consciente y, antes de perder el uso de la palabra, expresó que se moría feliz, articulando: «Laetantes ibimus» (partamos con el alma alegre). La piedad y la calma de la muerte de este papa sorprendieron y reconfortaron a quienes estaban presentes, e, incluso, «la campana mayor sonó en el Capitolio» (ib.). En aquel entonces, nos encontrábamos en plena «cuestión romana».

Es bueno, incluso diría extremadamente bueno, que la memoria litúrgica, así como la memoria histórica, no se pierdan en nuestra comunidad eclesial y civil, así como en la de quienes valoran a estas personas y a estos actos humanos.

De esta forma, considero que celebrar la memoria litúrgica del beato Pío IX con motivo del 137 aniversario de su piadosa muerte es un homenaje justo al beato pontífice, un eclesiástico no solo de gran humanidad, tal y como indican las fuentes del proceso canónico de su beatificación, sino también de una fidelidad sacerdotal infalible. Hoy, conmemoramos al beato Pío IX en esta basílica de San Salvatore in Lauro, que debe mucho al ahínco de este pontífice que, en 1862, quiso confiar este edificio restaurado a Nuestra Señora de Loreto.

Hoy en día, en tiempos más tranquilos y menos convulsos, tenemos innumerables razones para evocar el feliz recuerdo de Pío IX, más allá de esta damnatio que algunos políticos e historiadores partidistas han pretendido remitir al futuro. La historia no es inamovible, y Pío IX era muy consciente de ello. El cardenal Francesco Della Volpe (1844-1916), entonces camarlengo de la Santa Iglesia Romana, en su deposición en el proceso canónico de la beatificación del pontífice, declaró que lo que más le había impresionado de la personalidad de Pío IX era «la paciencia que el papa demostró al despojarse del poder temporal y perseguir a la Iglesia» (ib. 319).

Desde un punto de vista teológico, me gustaría hablar de lo que considero como la cima doctrinal de su largo pontificado: la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, que entró con fuerza, como una luz inmensa, en la profesión de fe de la Iglesia, pero que también se adentró en los rincones más obscuros de este mundo racionalista y científico que, en aquella época, se creía la solución de los problemas y el futuro del mundo.

Durante su exilio en Gaeta (24/11/1848), Pío IX escribió a todo el episcopado mundial para conocer su opinión sobre la definición de la doctrina de la Inmaculada Concepción, la cual más tarde declaró dogma de fe a través de la Bula Innefabilis Deus: María, como Madre de Dios, fue preservada del pecado original desde su concepción, y de todo pecado en virtud de los méritos de Cristo. Los testigos del proceso de la beatificación del papa cuentan que «por primera vez, el 8 de diciembre de 1854, el papa resolvió dogmáticamente la larga controversia sobre la concepción inmaculada de la Madre de Dios… en presencia de dos cientos obispos, venidos con alegría, de todas partes del mundo» (ib. 253). Debemos la iniciativa de la proclamación – testimoniaron – al propio pontífice, quien siempre sintió una devoción especial a la Santísima Virgen María, Madre de Dios (cf. ib. 278 sqq.).

El rey Fernando de Nápoles, que en abril de 1850 escoltó a Pío IX en su regreso del exilio a las fronteras de los Estados Pontificios, conocía las dificultades económicas del pontífice, lo ayudó y le ofreció un óbolo especial, que el papa utilizó para erigir la célebre columna con la estatua de la Inmaculada Concepción de la Plaza de España.

Pío IX fue un pontífice dotado de una profunda fe mariana, lo que me gusta recordar aquí: se dice que amaba Loreto y que le había prometido a María ir a este santuario si la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción tenía éxito; y, en efecto, fue y se quedó en Loreto durante unos días. En lo que concierne a la devoción de Pío IX a la Inmaculada Concepción, destacamos un episodio singular narrado por unos testigos de su proceso de beatificación: un día, el papa fue sorprendido en su capilla, rezando ante la imagen sagrada y elevado del suelo en éxtasis. Cuando se dio cuenta de que lo observaban, se prohibió hablar de ello.

El dogma de la Inmaculada Concepción fue la respuesta del beato Pío IX a una modernidad que quería prescindir de Dios y en la que se proclamaba que el mal era de origen social, que la salvación pertenecía a la «clase proletaria», que el desarrollo científico proporcionaría las condiciones necesarias para una nueva vida y que la eliminación de toda autoridad familiar, política y religiosa aportaría la paz al mundo. Al proclamar la doctrina de la Inmaculada Concepción, Pío IX reafirmó, según el Evangelio, que el mal encuentra su origen en el corazón corrompido del ser humano: «Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro» (Mc 7, 21-23); que el fin de la historia es la gloria de Dios y que el progreso humano está relacionado con una visión integrada con la revelación divina.

Pío IX había abierto de una manera novedosa un capítulo fundamental de la vida de la Iglesia y, con la pérdida de los territorios de los Estados Pontificios, el papa adquirió el pleno ejercicio de su gran misión espiritual y moral universal.

Permítanme concluir estas reflexiones con una breve referencia al Evangelio del día. Jesús pidió a Simón Pedro, recién llegado de una pesca infructuosa, que se subiera a su barca, remara mar adentro y volviese a echar las redes. Simón Pedro confió en él: «por tu palabra, echaré las redes. […] Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que […] llenaron las dos barcas. […] Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. […] “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”», respondió el Señor. Una respuesta que concierne no solo a Simón Pedro, sino también a todos sus sucesores. En los años 1970, un célebre intelectual francés escribió de manera subjetiva que cuando Jesús eligió al primer papa, Pedro, a orillas del lago de Tiberíades, también previó y escogió a sus sucesores. Más allá de la humanidad de cada uno, Él, Cristo, le confió una misión que es y sigue siendo, ante todo, la suya.

En realidad, el beato Pío IX fue un pescador de hombres, un pontifex, un puente y un barquero en una época de grandes cambios culturales y políticos, así como de problemas y contrastes religiosos muy importantes. Nadie puede negar que Cristo no lo eligió por casualidad para ser el 255.º obispo de Roma y sucesor de Pedro, puesto que era un hombre de grandes virtudes. Pío IX, Giovanni Maria Mastai-Ferretti, íntimamente escrutado por Jesús – intuitus eum – fue amado con predilección por el Señor. La Iglesia lo declaró beato (en el año 2000, al mismo tiempo que al papa Juan Pablo II) por sus grandes virtudes de fe y vida sacerdotal.

Fernando Cardenal Filoni

 

(08 de febrero de 2025)