Es fundamental establecer la prioridad del anuncio de Cristo en la Iglesia
La predicación de San Pablo en Atenas simboliza el entusiasmo misionero que ha animado a la Iglesia a lo largo de los siglos. (San Pablo predicando en Atenas - Raffaello Sanzio)
Guillermo Macías Graue, Lugarteniente de la Orden para México, escribió al Gran Maestre sobre la Lectio Magistralis que celebró en la Universidad Pontificia Regina Apostolorum con motivo de la inauguración del año académico sobre «Evangelización y misionariedad». Durante el confinamiento, el papa Francisco, en una de sus homilías matutinas, recordaba que «la fe es misionera o no es fe»; y siguiendo estos pensamientos se inscribe la colaboración del Gran Maestre. El interés por este texto llevó al cardenal Filoni a proponer a continuación una síntesis del mismo, también a la luz de la Jornada Misionera Mundial que celebramos el 18 de octubre sobre el tema «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).
El primer misionero, en el sentido de quien abandona sus certezas y su tierra para proclamar a Jesucristo, fue San Pablo. Mientras los otros Apóstoles evangelizaban en el medio judío, Pablo, durante sus tres viajes apostólicos, dio un gran impulso a su trabajo misionero en el Mediterráneo, que entonces estaba bajo el dominio de Roma. Con él la evangelización adquirió la característica de ser "misionera", es decir, abierta a las naciones. De esta manera la predicación pasó de estar limitada al medio judío a abrirse a los paganos. Nació la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los paganos con una visión universal y católica. La predicación del Dios desconocido, que Pablo llevó a Atenas y luego a Roma, todavía nos permite vislumbrar en él el entusiasmo, la belleza y la determinación de llevar el Evangelio: «No tengo más remedio- escribía a los Corintios- ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). Esto podría quizás parecer un detalle para algunos; sin embargo yo lo considero como una distinción muy oportuna en un momento de confusión, que también es léxica y necesaria.
La evangelización es la tarea de todos los bautizados e implica dar razón de la propia fe, especialmente a través del testimonio de vida; la misionariedad es el compromiso generoso y constante que, en el contexto de la evangelización, añade una disponibilidad específica: la de proclamar el Evangelio dondequiera que no se haya proclamado el nombre de Jesús, portador de la bendición y la gracia del Evangelio.
Establecer la prioridad del anuncio de Cristo es fundamental en la Iglesia. Sin la proclamación, que al menos en sus intenciones debe acompañar a cualquier otra forma de acercamiento, la Iglesia pierde su naturaleza misionera y se asemeja a organizaciones con diversos tipos de objetivos, ya sean humanitarios, civiles o religiosos. La centralidad de la proclamación del Evangelio - en un momento en que en todos los niveles eclesiales estamos siendo testigos de una caída o, peor aún, su marginalidad en relación con los factores sociales y civiles que, sin embargo, son de gran importancia - es fundamental. En la proclamación, Cristo es el centro y el fin.
La integración de los laicos en la vida misionera representa una novedad creciente; hombres y mujeres, e incluso familias, se dejan implicar cada vez más en el compromiso misionero, llevando consigo, además de la variedad de capacidades profesionales, el testimonio de su vida y un nuevo enfoque del anuncio del Evangelio y del encuentro con Cristo.
El anuncio de Cristo resucitado debe ser vivido haciendo de la tensión escatológica la raíz de una fe y de una caridad animadas por la esperanza y, por ello, capaces de un testimonio de vida fraternal, misericordioso y atento al bien de todos. Contra todo desánimo, hay que tener en cuenta que ninguna transmisión del Evangelio de Jesús sería posible si la Palabra y el Espíritu Santo no fueran los primeros testigos del Evangelio. En la proclamación del Evangelio por parte de la Iglesia y los cristianos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el hombre y en la historia del mundo: «El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial» (Redemptoris missio, 21).
La Iglesia debe recuperar esta confianza en su misión, es decir, tener claro que es el «cuerpo del Señor resucitado» (cf. Catecismo, 787 ss. ), a veces herido por la violencia y perseguido, pero siempre portadora de un don para el género humano, de una misión espiritual y moral de ser un instrumento de paz, de unión entre los pueblos, sin cálculos ideológicos y políticos; en particular, un instrumento de salvación para el ser humano que se ve sacudido por preocupaciones, transformaciones y desequilibrios interiores, pero también por violaciones de su propia dignidad. La evangelización y la misión no pueden ser camufladas; son una expresión de vida. La Iglesia que proclama es siempre el espacio de la gracia donde Dios va al encuentro de la humanidad, que se entrega y da.
Necesitamos volver a poner en el centro de la Iglesia su identidad evangelizadora y misionera.
Fernando Cardenal Filoni
(Noviembre 2020)