«Helena, la auténtica primera peregrina que amaba a la Tierra del Señor»

Homilía del cardenal Fernando Filoni con motivo de la festividad de la santa patrona de la Orden

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En la magnífica iglesia de Santa María de la Anunciación (Maria Santissima Annunziata en italiano) de Casarano (Lecce), el Gran Maestre, el cardenal Fernando Filoni, celebró el pasado 18 de agosto la festividad de santa Helena, una de las fiestas oficiales de nuestra Orden del Santo Sepulcro, acompañado de Mons. Seccia, arzobispo de Lecce y Prior de la sección local de la Orden, y de Mons. Pezzuto, arzobispo, nuncio apostólico emérito, miembro de la Orden y nativo de la región. Ferdinando Parente, Lugarteniente para Italia Meridional Adriática, Raffaele Garzia, presidente de la sección de Salento, y numerosos Caballeros y Damas, además de algunos aspirantes en formación, estuvieron presentes en esta alegre celebración.

A continuación, podrá leer la homilía mencionada, la cual nos permite profundizar en la figura de nuestra patrona.

 

La fiesta litúrgica de santa Helena, a quien la antigua tradición histórica atribuye la búsqueda y el descubrimiento de algunos de los lugares más sagrados de la cristiandad, vinculados a la vida de Jesús, nos lleva a reflexionar acerca de la misión de esta mujer en los inicios del cristianismo, después de que su hijo, el emperador Constantino, devolviera la libertad a la Iglesia de la Roma imperial con el célebre Edicto de Milán (313 d. C.).

Sabemos con exactitud que Helena – madre, cristiana y peregrina – nació en la actual Turquía, cerca de Constantinopla, hacia el 255 d. C. De origen pagano y plebeya, se casó con el patricio romano Constancio Cloro, con quien tuvo un hijo, Constantino. Cuando Constancio Cloro fue nombrado «César» por el emperador de Roma, la repudió por sus modestos orígenes.

Fue una época muy difícil para esta mujer, expuesta a la vindicta pública. La vida no le ahorró grandes humillaciones, pero, como mujer vigorosa, Helena afrontó este periodo dedicándose a la educación de su hijo, nacido en el año 285. Constantino – que primero se convirtió en «César» en el año 306 y luego en «Emperador» – no se olvidó de su madre, quien le había consagrado su vida, e hizo que la proclamaran Augusta (emperatriz), Nobilissima donna (mujer muy noble).

Helena se convirtió al cristianismo y se bautizó en Milán en tiempos de san Ambrosio. Entonces, una nueva vida comenzó para ella. Tenía poco menos de sesenta años y, a partir de aquel momento, dedicó su existencia a llevar una vida piadosa y llena de generosidad. No obstante, a pesar de su nueva elevada posición social, vivió de forma modesta. Debido a su preocupación por los pobres, muy numerosos en aquella época, fue considerada como una extraordinaria mujer caritativa y humanitaria. Al mismo tiempo, al final del largo periodo de persecución que precedió al reinado de Constantino, se transformó en la benefactora de innumerables lugares de culto para los cristianos.

Cabe destacar que esta mujer, considerada santa tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente, pasó a ser peregrina de los lugares más queridos por el cristianismo: la Tierra de Jesús. Sin temor a reiterarnos, podríamos definir a Helena como la auténtica primera peregrina que amaba a la Tierra del Señor. A su vez, sabemos que hombres y mujeres de la Roma cristiana de aquellas décadas se convirtieron en peregrinos o, incluso, optaron por vivir en los lugares en los que se recordaba a Cristo: pensemos en san Jerónimo o en aquellas nobles romanas (Marcela, Paula, Julia y Blesila) que procuraron vivir una vida de oración en los lugares santos; Egeria de Galicia (España) fue la peregrina más conocida después de Helena, viajera a pesar de la distancia y el peligro. Esta nos dejó descripciones de los lugares bíblicos que visitó y de las emociones espirituales y culturales que sintió. Por tanto, la clave de las peregrinaciones a Tierra Santa se encuentra en Helena, aquella que nos abrió al amor que sentimos por el culto de aquellos lugares en los que vivió el Señor. Desde entonces, innumerables peregrinos, hombres y mujeres de todos los tiempos, como Francisco de Asís y Brígida de Suecia, emprenden este itinerario de fe y penitencia para reunirse con Cristo de una forma muy especial.

Se trata de hombres y mujeres que, siguiendo los pasos de Cristo, se sienten atraídos por la Tierra de Jesús y se preguntan: Señor, ¿dónde viviste y moriste por nosotros? No se trata de meros visitantes curiosos o excursionistas ocasionales en busca de geografía bíblica, sino de personas que pretenden realizar un verdadero viaje espiritual en el seno de las Sagradas Escrituras: primero mediante la oración; después a través de la lectura de los pasajes evangélicos que se refieren a ese lugar, refrescando su memoria con los acontecimientos de la vida de Jesús; y, por último, fijando todo en su mente y en su corazón para convertirlo en un tesoro espiritual.

Helena conoció en Jerusalén a un gran obispo, Macario, quien acababa de regresar del Concilio de Nicea, donde había defendido vigorosamente la naturaleza humana y divina de Cristo frente a Arrio. Junto a él, en el año 326, ella buscó los lugares de la pasión, muerte y resurrección del Señor. El sentido de esta búsqueda se inscribe bien en el contexto histórico de esta época: mientras se aceptaba el cristianismo en el Imperio romano, numerosas herejías cristológicas negaban la naturaleza humana del Señor. Por esta razón, ir en busca de los lugares reales de la vida de Jesús también significaba demostrar su historicidad real. Se dice que, en el trascurso de estas búsquedas, se encontró el madero de la Cruz de Cristo, el cual Helena transportó a Roma y colocó en la Basílica de la Santa Cruz, que ella misma había erigido. Al mismo tiempo, Constantino quiso construir la primera basílica de la Resurrección o del Santo Sepulcro, para reunir el Calvario y la Tumba vacía de Jesús en un único edificio sagrado.

De esta mujer tan especial, Helena, no podemos dejar de recordar una vez más, además de sus virtudes humanas, el papel de la fe. Desde el momento en el que conoció a Cristo, se consagró con valentía intelectual, sentido histórico y profundidad espiritual a la búsqueda de los lugares cristológicos más importantes.

Si hoy en día podemos rezar en el Gólgota, besar la Piedra de la Unción o venerar y tocar la tumba vacía del Resucitado, se lo debemos a Helena, quien se convirtió, por así decirlo, en discípula de Jesús dos siglos más tarde. Al igual que las mujeres que acompañaron al Señor en su predicación y lo acogieron en sus casas, Helena lo buscó en los lugares en los que este había vivido. A su vez, quiso que los discípulos de Cristo encontraran la hospitalidad espiritual en las basílicas que ella misma y su hijo Constantino construyeron en Jerusalén, Belén y Roma.

Junto al ministerio de Jesús y al de los Apóstoles, debemos reconocer un tercer ministerio, aquel de las mujeres que siguieron al Señor; ministerios ontológicamente diferentes: el único ministerio redentor de Cristo, el ministerio sacramental de los Apóstoles y el ministerio diaconal de los hombres y mujeres libres de Dios; dos ministerios – el de los sucesores de los Apóstoles y el de los hombres y mujeres libres de Dios – que, bajo ninguna circunstancia, han dejado de existir y que, en la vida de la Iglesia, han tenido y continúan teniendo una extraordinaria riqueza de formas y expresiones.

Helena comprendió la belleza de este tercer «ministerio», el cual hizo explícito a través de su compromiso generoso con una diaconía que estaba destinada a preservar la memoria de los lugares de Cristo para los cristianos de todos los tiempos. En este sentido, ella estuvo en el origen de una nueva era de peregrinaciones a Tierra Santa, a los lugares del llamado Quinto Evangelio.

Helena, que se convirtió al cristianismo, adaptó su estilo de vida a la voluntad de Dios, buscando a Cristo no solo en los necesitados, sino también en los lugares que conservan su memoria redentora. En su apasionante viaje espiritual, reconocemos de forma precisa en Helena estos grandes amores: el amor a la humanidad que sufre y el amor a los pobres de Dios, quien se hizo uno de nosotros y cuya memoria histórica y geográfica debe preservarse.

Nuestra admiración y devoción se dirigen a ella. Nunca le estaremos lo suficientemente agradecidos por buscar y proteger los lugares históricos de la memoria de Cristo redentor.

Que, en este aniversario litúrgico, santa Helena inspire un verdadero amor por la Tierra de Jesús y, al mismo tiempo, muestre los caminos de la paz, sobre todo en esta región en la que Cristo vivió y que hoy se ve devastada por la violencia y las crueles guerras que profanan el gran acontecimiento de la Revelación del Dios único, profesado por los judíos, cristianos y musulmanes.

Amén.

 

(Agosto de 2024)