Un camino hacia la santidad dentro de la Orden

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GabriellaVecchio

Ando por las calles de mi ciudad adoptiva, Padua, la ciudad del “Santo sin nombre”, querida más allá de las fronteras de nuestro país y de nuestro continente. Llevo en la cabeza un velo negro y me envuelve una capa del mismo color, me gusta decir que más bien me abraza, como preservando un «Sí» pronunciado en el altar hace nueve años, según los Estatutos de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén.

Voy en procesión, como todos los años el 13 de junio, y avanzo pensando en la Exhortación a la santidad del Papa Francisco. El documento entero es una invitación a romper con las costumbres tranquilas para estar atento a la voz del Señor que nos llama a ser santos en la sencillez cotidiana, en la espesa trama de las relaciones humanas. La invitación es fuerte y desestabilizadora al mismo tiempo, ya que no basta con haber pronunciado ese «Sí» una vez por todas; hay que renovarlo todos los días en los lugares y acontecimientos de nuestra historia personal.

Mi historia de amor hacia los Santos Lugares, hacia las piedras vivas de Jerusalén, comienza en los libros de teología que devoraba cuando era una joven estudiante entusiasta. Al ir acercándome al final de mis estudios, que duraron muchos años (una licenciatura en teología con especialización en Catequética), participé en una peregrinación a Tierra Santa: deseo un encuentro particular en los lugares en los que se lee, se escucha y se respira el Evangelio. Esa experiencia me transforma y, aunque tuve que volver a mi vida de siempre, tomo conciencia de que Jerusalén se ha vuelto parte de mí, que ha tomado un sitio en mi corazón.

Pasan los años, encuentro la realidad de la Orden en mi parroquia y empiezo a plantearme alguna que otra pregunta. Mientras tanto, mi camino se va marcando por ciertos «Sí» fundamentales para mi existencia: el matrimonio, la mudanza de una ciudad del sur a otra del norte, aceptar la voluntad misteriosa del Señor de no otorgarme el don de tener hijos para dar todo mi amor completo y perfecto a Luca, mi marido. A pesar de todo tengo una vida completa, que se desarrolla en mi pequeño núcleo familiar, en mis encuentros con el Señor en la Iglesia, en mis actividades profesionales.

Pero siento que todo eso ya no es suficiente, necesito otra cosa, persiste un sentimiento de incompleta y deseo dejar la puerta abierta para acoger la voz del Padre.

Un día, me armo de valor y envío un correo electrónico a la Lugartenencia para Italia del Norte: deseo hablar con un responsable. Es el 31 de diciembre: quiero terminar el año abriendo de nuevo la puerta de par en par a lo que el Señor todavía me reserva. La respuesta llega enseguida y en unos días me ponen en contacto con el Delegado de entonces para la ciudad de Padua. Me acuerdo bien de esa tarde de invierno: me encontraba en el Claustro del Santo y estoy emocionada, muy emocionada. Expreso mi deseo de entrar en la Gran Familia de la Orden y también el desconcierto que me atormenta.

La respuesta es sencilla: «Ven y ve por ti misma, después decides si es tu verdadera vía». Examino esta realidad durante meses y tomo conciencia del hecho que sí, es verdaderamente lo que Dios quiere para mí. Mi desconcierto no ha desaparecido, pero adquiero una nueva certeza: la Orden está constituida por personas que, como tales, expresan amor y muchas debilidades y límites molestos. Soy yo quien tiene que imitar los modelos de Santidad, dejando el resto de lado.

Puedo acordarme de muchos momentos particularmente felices que me unen a la Orden: el momento en el que me envuelven en la capa y percibo Su abrazo benevolente, cuando me arrodillo frente al Santo Sepulcro como miembro de esta gran familia, cuando recibo la concha del peregrino… Pero también están las ocasiones en las que mi corazón se encoge frente a los ataques pronunciados a favor o en contra de nuestros hermanos judíos o palestinos, por las peleas por un lugar en las procesiones, por el título de Dama o Caballero, que a veces parece sobrepasar el privilegio de la Caridad en beneficio de los sentimientos terrestres. La tentación es grande, la debilidad infinita, la única esperanza es el Padre misericordioso.

Por supuesto, la pertenencia a la Orden no se limita solamente a los momentos fuertes del encuentro en el que, todos juntos, nos oxigenamos y recargamos las baterías de fuerza y esperanza. Efectivamente, hay otro tipo de pertenencia que se concretiza en la realidad diaria: en la familia, con los amigos, dentro de las asociaciones, en el trabajo. El testimonio se hace desde entonces no con palabras sino con numerosos gestos que expresan la decisión que se ha tomado, la respuesta a la llamada que se renueva cada día.

La mía se realiza en mi pequeña familia compuesta por mi marido y yo, donde incluso en los momentos de cansancio, hay que intentar sonreír, comprenderse y ayudarse recíprocamente para avanzar en la misma dirección. La fuerza de nuestro amor gana siempre. Se pone a prueba también mi santidad dentro de los grupos de clase, ya que soy maestra en la escuela primaria y al servicio de muchos niños, muchos más que los que habría podido engendrar en mi carne. Son niños que tienen todo materialmente hablando, pero con dificultades en las relaciones, encontrándose al mismo tiempo sedientos de amor. En el fondo, mis alumnos no son mucho más diferentes que sus compañeros de la misma edad que frecuentan las escuelas que la Orden ayuda y que tienen en la mirada y en el corazón una gran sed no solamente del agua que se les impide tener por el cierre de los pozos, sino también de paz y libertad.

Nosotros, Damas y Caballeros, estamos ahí para eso, esa es nuestra misión, nuestro camino hacia la santidad. Mi llamada a la santidad se realiza aún en el encuentro con muchas personas que pasan por la «Scoletta del Santo» para recibir el pan de san Antonio, para alimentarse de la belleza de los tesoros artísticos o porque están buscando unas palabras de aliento, simpatía, cercanía. Confieso que mi camino está lleno más bien de obstáculos que de obras meritorias, pero cada vez que estoy a punto de caer, alguien me sostiene y vuelvo a empezar.

Esto es lo que soy. Estas pocas palabras sencillas explican mi vida. Doy gracias al Señor por lo que me ha ofrecido y lo que aún me reserva, Le pido la fuerza de poder levantarme de nuevo, y pido a mis hermanos cofrades la ayuda en la oración para ver siempre en el rostro de aquellos que encuentro a diario, o por casualidad en mi camino, la mirada de amor del Señor.


Gabriella Vecchio
Lugartenencia para Italia del Norte, Sección Veneto


(primavera 2019)